Por Adrienne Westenfeld (Empire Magazine)
Corren los mejores y los peores tiempos para ser un fan. Para los devotos de las megafranquicias como Star Wars y el Universo Cinematográfico de Marvel, nunca ha habido un exceso de contenido nuevo más masivo (flipa con todas las series y películas que estrena Marvel en 2023). Estamos viviendo una edad de oro de la narrativa interconectada, ya que las secuelas y precuelas llegan a los cines, la televisión y las liberías más rápido de lo que muchos de nosotros podemos seguir. Sin embargo, al mismo tiempo, estas megafranquicias son atormentadas por sus fans más estridentes, que se funden en paroxismos de toxicidad a través de peticiones, bombardeos de críticas y campañas de acoso selectivo, entre otras tácticas odiosas. El fandom tóxico es una bestia compleja, pero en la raíz de sus muchas convulsiones, suele haber un punto sensible: el pegajoso concepto de canon.

El canon son los libros; el canon es el rey; el canon no puede hacer nada malo. Su definición es sencilla -el término se refiere a un conjunto de obras de ficción y a sus hechos establecidos-, pero ahí acaba la simplicidad. En esta época de producción cultural masiva, de secuelas y precuelas y universos cinematográficos, ¿dónde empieza y termina el canon? ¿Cuentan las novelizaciones, los videojuegos u otros elementos auxiliares, y quién lo decide? Cuando los nuevos capítulos en el canon subvierten o «reconducen» el universo establecido, ¿qué hay que hacer con esas ficciones rebeldes? Al fin y al cabo, cuando los narradores se atreven a ampliar el canon, ya sea desbaratando la narrativa o simplemente iluminando con una linterna sus rincones menos explorados, se arriesgan a sufrir un verdadero infierno. Cada vez más, los fans se han convertido en los defensores militantes del canon; cuando aquellos que buscan ampliarlo se desvían de sus límites, como J.J. Abrams o Rian Johnson, la reacción es rápida y ruidosa. En una memorable polémica, los fans de Star Wars pidieron a Disney que borrara Los últimos Jedi del canon de la franquicia. De alguna manera, el canon es a la vez una ortodoxia colectiva y un tótem personal, influido por los propios prejuicios y deseos de cada espectador, incluso por su propia intolerancia.

El canon tiene un gran problema, y viene de dentro de su propia casa. No es difícil ver cómo esta obsesión por la fidelidad canónica ha paralizado a Marvel y Lucasfilm, dos gigantes de las franquicias cuya innovación se ve castigada por el descontento de los fans. Cuando los narradores son rehenes de su propio público, se socava su capacidad de hacer lo que los artistas hacen mejor: explorar, revisar, jugar. Este es el problema de la narración en la era de la megafranquicia: con demasiada frecuencia, los impulsos de respetar el canon entran en conflicto con los impulsos de hacer arte. Como dijo Ron Moore, guionista de Star Trek durante mucho tiempo y que posteriormente reinició Battlestar Galactica: «Es frustrante estar en la sala de guionistas y lanzar historias, y luego tener que pararte y decir: «¿Funciona esto? ¿Viola esto la continuidad? Y tener que llamar a gente y consultar enciclopedias y buscar información. Quieres tenerlo todo en tu cabeza y simplemente jugar. El universo Trek ha llegado a un punto en el que ya no se puede jugar».
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